Inès de la Fressange: "Lo que ves en la pasarela y lo que esta en boga entre la gente joven no tiene nada que ver"

«Desmárcate y gana.» Es el primer precepto en su guía de estilo, “La parisina”, y lo predica con el ejemplo. En una moda que vuelve a venerar el bling y el logo, la francesa –maniquí, musa, diseñadora, embajadora de Roger Vivier y testigo de una era que exaltó la creatividad– opta por otra fórmula.

Inès  de la Fressange, una entre un millón
Inès de la Fressange, una entre un millón / JUAN_ALDABALDETRECU

De negro absoluto y con zapato plano, atrapa las miradas en una multitud de lentejuelas, logos y zapatillas de suelas imposibles. Es la semana de la moda de París y la entrada al desfile de Jacquemus, la última promesa cumplida de la moda gala, es un catálogo de las nuevas (y más excéntricas) tendencias. Pero Inès de la Fressange se mantiene fiel a su código de una elegancia madura y un lujo tranquilo. Ese con el que ha definido el chic parisino y se ha convertido en estandarte nacional de un modo tan figurado como literal: en 1989 fue elegida para dar forma a un nuevo busto de la Marianne, símbolo de la República, sucediendo a Catherine Deneuve –la otra mujer que ha dado alas al mito de Roger Vivier calzando para la “Belle de jour” (1967) de Buñuel los zapatos con hebilla que aún hoy son el bestseller de la casa–.

La siguiente vez que vemos a De la Fressange es en el hotel Santo Mauro de Madrid. Ha venido a inaugurar la primera boutique de Vivier en nuestro país, un esquinazo privilegiado de 70 metros cuadrados en El Corte Inglés de Castellana. Cuando entra por la puerta, a pesar de toda la tapicería, el papel de pared y las florituras neoclásicas, la habitación se hace pequeña. Una vez más y a su manera habitual, sin estridencias, se convierte en el centro de atención. Llega sonriente, recién aterrizada de París y con un look afín a sus principios: pantalón y camisa de algodón, las sandalias Trekky Viv’ y el bolso Viv’ Cabas de Vivier. Lista para la foto. No hace falta estilismo. Tampoco luces ni maquillaje. A sus 61 años, las pocas arrugas que Inès tiene en el rostro son evidencias de una vida interesante que ella tampoco pone especial empeño en ocultar. Tres disparos y hasta el fotógrafo declara sorprendido: «No hace falta repetir.»

No deja de asombrar que alguien que lleva más de 30 años posando para una cámara siga haciéndolo sin perder el interés ni la sonrisa. La modelo –aunque ella haga una mueca ante la etiqueta, convencida de que ya no tiene edad para llevarla– empezó su carrera a los 18 años, cuando estudiaba Historia del Arte en la Escuela del Louvre. Bastó una editorial fotografiada por Paolo Roversi para ponerla en el mapa de una industria en apogeo y en el punto de mira de Karl Lagerfeld, que la convirtió en su musa para revitalizar un Chanel de capa caída y en la primera modelo en firmar un contrato de exclusividad con una casa de costura. No lo hizo por dinero: su abuela era Simone Jacquinot, una dama de alta alcurnia casada con un ministro de De Gaulle y única heredera de la fortuna del banquero André Lazard. Inès se crió en una mansión dieciochesca a las afueras de París. Su padre era corredor de bolsa y su madre, Cecilia Sánchez Cirez, una modelo nacida en Argentina de la que heredó la fotogenia y el talante. La escena ha cambiado mucho desde que Inès se subió por primera vez a la pasarela de mano de Kenzo Takada, en 1975, pero ella aún evoca la energía de una era en la que la creatividad, la elegancia y la libertad eran dueñas de la moda.

Era el momento de Saint Laurent, Lagerfeld, Kenzo, Sonia Rykiel y Halston; de los grandes desfiles, las fiestas, el arte y la exaltación del estilo… Fue una época mítica que viviste en primera persona. ¿Cómo ha cambiado la moda desde entonces?

Cuando empecé, había bastante frivolidad. Todo era espontáneo. Hoy hay mucha información, más dinero e industria. La gente ha entendido que la moda es un negocio interesante. Entonces, las firmas populares no eran siempre las más elegantes. La gente mataba por ir a un desfile de Mugler o Montana, no tanto a uno de Dior o Chanel. Ahora, están los gigantes del lujo a un lado y las grandes cadenas de producción como H&M, Inditex y Uniqlo al otro. Y en medio, es complicado. Pero no soy nostálgica. No creo que sean tiempos mejores ni peores, solo diferentes.

¿Eras consciente de que estabais viviendo (y escribiendo) uno de los capítulos más interesantes y revisitados de la historia de la moda?

No. Recuerdo un comprador de unos grandes almacenes de Nueva York que solía comentar lo fácil que era elegir las prendas de la temporada en Chanel: «Me llevo lo que vista Inès», decía. Y entonces, créeme, llevaba muchas cosas: hasta 20 looks en un solo desfile. Me resultaba extraño que alguien me conociese. No había Twitter, ni Instagram, ni Internet. Las imágenes no se difundían de la misma manera. Hoy, cada instante de la vida de una celebridad se fotografía y se cuelga en la red. Caminando por la calle, en su cocina, hasta en el baño.

¿Se ha perdido el misterio, la inaccesibilidad que daba al mundo de la moda ese halo de objeto de anhelo?

Ya no se quiere misterio. Las grandes estrellas –una Gigi o una Bella Hadid– tienen millones de personas siguiéndolas en Instagram. La gente quiere interactuar, identificarse. En mi época las modelos éramos muy diferentes, también entre nosotras. Importaba la personalidad, y creo que llegó un momento en el que empezó a tener tanto peso que se convirtió en un problema: se hablaba más de ellas que de la ropa. Ahora nadie diría que son modelos. Algunas eran bajitas, con la nariz grande o una cara curiosa… Era más intelectual. Tal vez porque los desfiles se hacían para periodistas y compradores que podían aceptar otros tipos de bellezas. Hoy, las imágenes tienen que gustar a todo el mundo, también fuera de la profesión. Las modelos que triunfan son las que resuenan en la calle. No es que sean todas iguales, pero responden a tipos de belleza en los que cualquiera puede verse reflejado.

¿Es ahí donde radica el éxito de las blogueras, en su cercanía para identificarse con ellas?

Seguramente. Llegó un momento en el que la moda se hizo extrema: cara, y muchas veces imponible. Y de pronto surgen estas chicas contando que han encontrado esta blusa en esta tienda, que cuesta tanto y que se la ponen con estos vaqueros. Es como un amigo –porque hoy un amigo es alguien en tu lista de contactos de Facebook a quien no has visto en tu vida–. Warhol lo dijo: «En el futuro todo el mundo será famoso.» Hoy todos quieren serlo. Y piensan que pareciéndose a esa chica y llevando ese bolso lo conseguirán, y serán felices. Ese es el quid de la moda ahora.

¿También ha cambiado la forma en que la gente consume moda?

Hay un enorme malentendido. La mayoría no puede permitirse lo que ve en las pasarelas y las revistas, y lo que hace es comprar vintage o low cost. Hay una moda paralela: lo que ves en la pasarela y lo que esta en boga entre la gente joven no tiene nada que ver.

¿Por eso firmas como Vuitton están fichando a diseñadores de streetwear como Virgil Abloh y colaborando con marcas como Supreme? ¿Intenta la pasarela parecerse más a la calle?

La calle ha ganado importancia, la industria debe admitirlo. Los códigos varían y el lujo tendrá que adaptarse. Eso es lo maravilloso de la moda: cambia constantemente. Pero las marcas de lujo tienen que mantenerse fieles a lo que se supone que deben ser: una garantía de calidad y talento. Antes, una mujer vestía de pies a cabeza Saint Laurent o Chanel no por alardear, sino porque tenían la garantía de que iba a ir bien vestida, a verse y sentirse bien. Ese es el verdadero lujo. Y lo que tratamos de hacer en Vivier.

Pero la gente hoy también quiere mostrar su personalidad con la ropa que elige.

Sí, y hacerlo eligiendo cosas de calidad también es interesante. Mostrar personalidad no significa solo comprar cosas caras con un logo mayúsculo.

¿Es esa la clave del chic parisino, si es que existe?

Existe, lo descubrí escribiendo mi primer libro [“Parisian Chic” (2011)]. Hay un estilo, un cierto espíritu –que no es exclusivo de la gente nacida en París, pero que se aprende aquí… y yo soy un ejemplo, nací en Saint Tropez–. No tiene tanto que ver con el dinero ni las marcas, sino con un talento para llevar una chaqueta con una camiseta y hacerlo interesante.

Como cabeza pensante detrás del regreso de Vivier, ¿qué papel tienen los accesorios en la ecuación?

Son clave. Jamás compro ropa de noche; es cara para ponérsela solo una vez. Y los diseños que son reconocibles o muy de tendencia no van conmigo. Tengo pocas cosas. Piezas sencillas que me gustan y me pongo a menudo. Pero tengo buenos complementos. Lo que llevo hoy no sería igual con zapatillas y una mochila…

¿Esa forma de entender el accesorio es lo que llevó a Diego Della Valle a elegirte para revivir la firma?

Me pareció brillante preferir a alguien que ha pasado toda su vida en el sector y en París a un hombre de negocios salido de una empresa automovilística. Entender que el producto y la imagen son lo importante fue clave. Empezamos de cero, con un equipo de dos en un garaje. Nada de estudios de mercado, ni números ni presiones. No teníamos ni una cuenta bancaria. Pero la moda hay que hacerla así. Gente loca. No se trata de grandes organizaciones con oficinas imponentes y presupuestos infinitos. Los empresarios deberían recordar eso: el éxito no se puede planear, ni elegir, ni fabricar. Ni siquiera con un montón de dinero. Después de tantos años en esto me he dado cuenta de que nada vale si no hay creatividad desde el principio.

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