Dries Van Noten y Christian Lacroix: la reunión que ha emocionado a la industria
Mantenida en silencio hasta el último momento, la colaboración entre el diseñador belga y el creador francés ha fraguado la colección más aplaudida de lo que llevamos de semana de la moda en París.
La invitación dirigía a la Ópera de la Bastilla. Un edificio modernista que, cuando se levantó en 1989, rompió con la estética habitual de los teatros líricos decimonónicos y que, muy apropiadamente, anunciaba un espectáculo que también ha roto moldes. Alejado del grandilocuente espacio principal, Dries Van Noten llevó el espectáculo entre bastidores. El cemento gris de las paredes desnudas de lo que parecía una sala a medio construir, andamios incluidos, hacía el silencio de los 300 asistentes más incisivo si cabe. El único atrezo era un piano de cola en una esquina, cuyos acordes distanciados dejaron en suspense al público hasta que la primera modelo salió a la pasarela y la avalancha de clics de las cámaras de los fotógrafos ahogaron la melodía.
El primer look -chaqueta negra, pantalón blanco, plataformas doradas y una larga pluma a modo de tocado- anunciaba un juego de contrastes que se incrementó con cada salida. En la tercera, ya se veían las tapicerías de flores mezclarse con el leopardo. En la séptima, un camiseta de algodón combinarse con una falda larga de volantes asimétricos. Y hacia el final las sudaderas de felpa gris se codeaban con voluminosas faldas brocadas más propias de un vestido diocechesco, grandes lazadas y guantes de satén rosa.
Había cierto desorden, pero no desconcierto. La coherencia estaba precisamente en los contrastes que recorrían la colección desde el principio hasta el final. En los estampados, los colores, las siluetas y los volúmenes.
A destacar: los tocados de pedrería, una americana negra con bordados dorados, las perlas en la manga de una gabardina, un cuerpo atravesado con una plétora de volantes, una chaqueta de luces reinventada en parka, una camiseta de tirantes de algodón con una única manga renacentista. Esta última, tal vez, la mejor síntesis de esa mezcla que hacía imposible encasillar la colección en una estética concreta.
Aquí se reunían un sinfín de referencias para quien quisiera verlas: María Antonieta, David Bowie, Grace Jones, los Sex Pistols, un marajá, el maquillaje de Daryl Hannah en Blade Runner, la duquesa de Fernán Núñez, Josephine Baker.
Pero Van Noten siempre ha ido por libre. Como diseñador y empresario. Y por suerte vender una parte mayoritaria de su nombre a Puig en junio de 2018 no ha mellado esa audacia intelectual para satisfacer en su lugar los intereses comerciales que habitualmente mueven a este tipo de conglomerados. Al contrario, esta colección ha sido un alarde del tipo de creatividad que el público echaba de menos. Prueba en la larga y sonora ovación que empezó con la salida final de la novia y fue a más con la del diseñador, que dio la sorpresa saliendo a saludar junto a Christian Delacroix para desvelar una colaboración que llevaba meses fraguándose en silencio.
Y de pronto esa manga jamón brocada y esa chaqueta de luces cobraron todo el sentido. Igual que la rosa roja colocada en cada asiento con un lazo y la etiqueta DVN*XCLX: un guiño a las flores que los asistentes arrojaban a Lacroix al final de sus desfiles, de los cuales llevábamos sin disfrutar desde que se retiró en 2009. Y bien habríamos hecho en volver a arrojarlas, porque jugando con la tensión entre la contención pragmática de la escuela belga que cultiva Van Noten y la hipérbole estética del enfant terrible original de la moda que es Lacroix, lo que podría haber sido un pulso terminado en desastre esgrimió una colección que ha venido a refrendar que en esta industria tan volcada en las ventas hay espacio (y deseo) para la creación más artística.