Los zapatos de mis sueños, por Isabel Coixet

Los zapatos de mis sueños, por Isabel Coixet
Los zapatos de mis sueños, por Isabel Coixet

Los vi hace seis meses en una revista y algo en mi interior clamó: «Los quiero.» Altos, nada prácticos, incómodos, imposibles. Seguí su rastro hasta una tienda de Barcelona. Cada día pasaba por delante para verlos y podía oír cómo me llamaban desde el escaparate. Aun así era capaz de resistir la tentación de poseerlos porque su absurdo precio me echaba para atrás: ¿Cómo es posible que unos zapatos cuesten el sueldo con el que podría mantenerse durante una temporadita una familia de cuatro miembros? Bueno, es posible, pero sobre todo es feo, en especialcuando hay tantas familias que ni en sus previsiones más optimistas lograrían sumar esa cifra a principios de mes. Así que tomé la decisión de no comprarlos, sintiéndome vagamente heroica por eso.

Hay algo completamente malsano en gastarse un montón de dinero en algo que destroza los pies. Mi armario está lleno de zapatos con la suela impecable pues, por uno u otro motivo, jamás me los pongo: sandalias de Prada que me dejaron unas secuelas dolorosísimas; zapatos de Sergio Rossi que me hicieron unas ampollas en las plantas que tardaron semanas en curarse; Patrick Cox, Jil Sander, Helmut Lang, Stephane Kélian, Robert Clergerie, Miu Miu… Cada vez que miro la estantería del calzado, me tiraría de los pelos por todos esos euros invertidos en esta ridícula e inútil vanidad. No alcanzo a entender qué me pasó por la cabeza cada vez que adquirí un par de instrumentos de tortura que ni siquiera estreno. ¿Estaría abducida? ¿Sufro un trastorno de personalidad que solo se manifiesta cuando entro en una zapatería? ¿Me echan algo en la comida?

Pero he aprendido la lección; nada de eso volverá a pasarme. A partir de ahora, solo zapatos cómodos, para andar millas. Se acabó el invertir en taconazos que terminarán criando polvo o –en el mejor de los casos– en los pies de una amiga a la que no le importe sufrir. Por fin voy a sentar la cabeza: zapatillas Reebok, náuticos Timberland y botas Panama Jack. ¡Adiós a las tonterías!

Últimas rebajas. Los zapatos de mis sueños están a mitad de precio. Pero voy a ser fuerte; unos simples trozos de cuero y terciopelo no podrán con mi voluntad. Pasaré de largo. Veo a una chica con gafas y pinta de alelada entrar en la tienda y preguntar por el número de mis zapatos. Es el cuarenta. La observo mientras se los prueba con las manos temblorosas. Camina torpemente con ellos.

¿Quién será esa mujer que saca sin pestañear la VISA y se lleva unos zapatos que no se va a poner nunca? Si no fuera porque he decidido que jamás voy a comprarme un calzado bello pero incómodo, diría que soy yo o que, por lo menos, se parece muchísimo a mí.

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