Motivos de celebración, por Juan Diego Botto

Quizás, a ojos de terceros, la suya era la historia del sueño americano hecho realidad en España.

Motivos de celebración, por Juan Diego Botto
Motivos de celebración, por Juan Diego Botto

Cerca de cumplirse el treinta aniversario de una marcha, de un viaje, de una partida, ella pensó en lo fugaz de las cosas. Quizás, a ojos de terceros, la suya era la historia del sueño americano hecho realidad en España. Seguramente, ya ni siquiera contara con la simpática empatía paternalista que generan las víctimas y los perdedores, sino más bien con esa extraña mezcla de envidia y admiración que producen los triunfadores. Sin embargo, ella veía su historia como algo inconcluso, siempre en construcción.

Uno podría recordar los primeros años de su llegada a esta tierra. Levantarse por la mañana, ir a un restaurante y encerrarse en la cocina para preparar asados, empanadas, pascualinas, tortas de dulce de leche y demás clásicos de la gastronomía argentina. Y es que esos eran los platos que se servían en La Pampa, casa de comidas que llenaba de aires porteños el barrio de Lavapiés. Antes de llegar allí se había levantado para preparar el desayuno de sus tres hijos y los llevaba al colegio. Cocinaba hasta las cinco, después salía apresurada a ocupar su otro puesto de trabajo, ese que era realmente vocacional. El que sería fuente de su éxito años más tarde. Sin olvidarse de pasar corriendo a buscar a los chavales que salían a esas horas del cole. Y así, con los niños a cuestas, daba clases a sus quince alumnos (quince eran pocos pero bastantes más que ninguno). Los pequeños aprovechaban para hacer los deberes y al concluir la clase, toda la familia unida se metía en el metro hasta llegar al barrio de la Esperanza que, al margen de todo tipo de metáforas, era donde vivían. Los domingos tocaba ir al Rastro a vender pegatinas, pendientes o collares: allí se sacaba un dinero extra. Al fin y al cabo, tenía que hacer frente a todos los gastos. ¿Cómo se hace eso sola? ¿Cómo se trabaja, se mantiene a la familia, se le da afecto y después, se busca tiempo o un lugar para concederse algún placer? Para mí, y supongo que para muchos, sigue siendo un misterio.

Una capacidad netamente femenina, dicho sea de paso. Sabiendo que hay padres que también remueven cielo y tierra para sacar adelante a su familia, es difícil no ver en ello un instinto maternal puro. Pienso en Marvin Harris, el antropólogo de quien se cumple este año el ochenta aniversario de su nacimiento, cuando decía que en principio la pieza evolutivamente más valiosa de la tribu era la mujer porque es quien, por encima de todo, asegura la continuidad de la especie. Quien cuida de las crías en los primeros meses, quien inicialmente se ocupa de remover la tierra para que dé frutos, la que busca y trae el agua... En síntesis: es la pieza clave de nuestra supervivencia. ¿Por qué, entonces, a lo largo de la Historia tener un varón ha sido lo preferente en casi todas las culturas? En la opinión de ese autor, el hombre se convirtió en una pieza valiosa para la evolución y la subsistencia gracias a la guerra: era el más fuerte físicamente en un momento en que la fortaleza física era fundamental en las batallas. Y, mientras, la mujer cedió en la educación. Tener varones que garantizaran el futuro de la tribu, pasó a ser su prioridad, para no ser arrasados por la tribu de al lado. La guerra también fue lo que expulsó a nuestra protagonista de su tierra. Lo que la trajo a este lado del océano. Hoy, cuando se celebran treinta años después de su llegada a España, esos quince alumnos se han convertido en trescientos. Y sin embargo, a pesar de todo, es muy difícil escapar de la inercia que uno ha trazado. Cuando te pasas treinta años arañando catorce horas al día, se marcan profundamente los surcos. Se convierten en senderos de los que es difícil alejarse. Hay que mirar, detenerse, reflexionar y hacer un esfuerzo por salir del camino trazado con tanto esfuerzo. Y es que, quizá, ya no haga falta medirse con los dioses en la capacidad de sacrificio. Quizá sea el momento, no de detenerse –eso nunca–, pero sí de disfrutar de lo dado y recibido. La sensación de historia inconclusa es natural, siempre nos quedará algo por hacer en la vida. Pero en lugar de ser una frustración doliente hay que pensar en ella de forma un tanto platónica; lo que importa no es tocar la Luna sino disfrutar de los placeres que sembramos en el camino hacia ella. Después de todo, eso es lo que se hace en los aniversarios; se trata de buscar motivos para su celebración.

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