Feliz ignorancia, por Isabel Coixet

Feliz ignorancia, por Isabel Coixet
Feliz ignorancia, por Isabel Coixet

Louise Arbour, la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, dice que cada vez que viaja a Dafur la reciben los líderes del campamento, que son siempre hombres, aunque en los campamentos de allí el número de mujeres dobla el de estos, y que inmediatamente muestran su decepción porque la visitante es una mujer. Ella se dirige entonces a las mujeres para inquirir por sus problemas, y es fácil –afirma– hacerlo, porque «los hombres están felices de ignorarme». Los líderes de los campamentos hablan con el conductor de la alta comisionada, con sus guardaespaldas, con cualquier recién llegado de género masculino; el resto no existe. Y estamos hablando de una situación extrema, en la cual la supervivencia o no puede depender de esa conversación, de ese transgredir las fronteras de las tradiciones y los géneros. De dejarse de tonterías de una vez por todas.

Pues bien, estos señores prefieren charlar del tiempo con un chófer que exponerle sus problemas a alguien –una mujer– que realmente puede hacer algo por arreglarlos. Si esto le pasa a una persona de la categoría y experiencia de Louise Arbour, ¿qué debe pasar a las mujeres de Dafur en su vida cotidiana? ¿Cómo van a salir de una situación insostenible si ni siquiera los suyos las tienen en cuenta y las respetan? Ser mujer ha sido a lo largo de la historia un oficio de alto riesgo, y eso es algo que no ha mejorado. Cada día mueren miles de hombres en el mundo por sus ideas, por terribles casualidades o por efectos colaterales en diversos conflictos. La diferencia es que nosotras morimos por el mero hecho de ser lo que somos: desde las prostitutas que arriesgan cada noche su vida en una carretera oscura a merced del primer loco que decide emular a Hannibal Lecter, hasta las niñas que son liquidadas en diversos países por el mero hecho de nacer con el género equivocado, pasando por las que mueren a manos del enemigo en casa –sus parejas– o las que lo hacen de parto cada año por falta de asistencia.

Cuando hablamos de cuotas de poder no solo estamos exigiendo algo que nos corresponde, sino que estamos pidiendo un arma para el respeto y para la supervivencia. Podemos vivir de espaldas a este hecho –en realidad, todos vivimos de espaldas a él, ya que supondría cambiar absolutamente la estructura del mundo–, pero no podemos obviarlo si queremos albergar alguna esperanza de conseguir un mundo algo menos malo que el actual.

Síguele la pista

  • Lo último